Suele muchas veces confundirse - a veces convenientemente- el proceso de
alguna acción con el resultado de esta.
La lectura, por ejemplo, es un proceso que
puede, en el mejor de los casos, llevar a un tipo de conocimiento
cualitativamente distinto, sin embargo, no es tan necesaria y menos
suficiente en muchas circunstancias donde la búsqueda y el encuentro con el saber quedan supeditados al ejercicio crítico más que al simple placer de leer.
De esa anomalía anterior aparece una cierta
devoción erótica respecto del 'libro' como objeto de conocimiento per
se, algo así como pensar que todo lo que sale de un libro ya es
conocimiento de calidad y por tanto, si algo está en un libro, ese algo bueno. A
eso me permitiré llamarle falacia ad libri. Quizás la culpa, si podemos
llamarla así, es de los esfuerzos mancomunados de los estados -a todas luces ausentes de políticas serias- por
resolver los problemas educativos de la población fomentando la lectura
como una necesidad tan imperiosa como el agua, cuestión dudosa si no
tenemos al menos la capacidad de saber de qué agua 'hemos de beber'.
Pero también existe otra figura, y es aquella que le otorga a la
'lectura' -el proceso- una condición de superioridad valórico-ética.
Aquel que lee, en ciertos aspectos, sería mejor persona y
automáticamente estaría en una situación de privilegio respecto del
resto. Sin embargo, esto tampoco es así, ávidos lectores han sido criminales y/o
idiotas de excepción (puede adjuntar el ejemplo que más le plazca).
Leer es un buen ejercicio, pero sin voluntad de saber, sin capacidad
crítica, puede quedarse únicamente en el gesto. A esta ilusión de
conocimiento le llamaremos falacia ad legere. No porque algo resulta del
proceso de lectura es, necesariamente, digno de adular.
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