Escueta pero necesaria reflexión acerca del valor y forma de la palabra en el ejercicio del debate.
Buenos debatientes, los mejores, con
dudosas, escasas y hasta inexistentes capacidades oratorias. Este es el más
claro indicio de que es tiempo de hacer un giro, si se quiere, hacia lo
espontáneo. El orador es cada uno en su diferencia y no una imagen copiada de
los sobrados manierismos del pasado.
Por eso suelen ser vencedores (me refiero
a las gestas de debate) aquellos que estudian o se relacionan con profesiones
que se constituyen en base a un lenguaje artificioso. No son personas las que
hablan, son instructivos, son comunicados, formas normativas ¿Es eso lo que
buscamos en un orador? ¿Es eso un orador? Porque de ser así premiamos una
especie de orador universal -parafraseando y volteando un poco el concepto de
Perelman para auditorio- y este sería tan inverosímil como ineficiente en la
vida real ya que, no existiendo matices en su discurso –simplemente es EL
discurso- la persuasión desaparecería dando lugar -y ya lo hace- a la coerción
de la forma del poder que la legitima. Los charlatanes suelen manejarse en esta
dirección ya que invaden la interacción con formas declaradas de buen uso e
ilustradas y detrás de aquello la sustancia, léase el fondo, se hace
prácticamente invisible.
Sin persuasión, el convencimiento se
torna difícil y ajeno en una sociedad multiforme, por tanto tendría que
ajustarse a un indicador fijo de calidad, una especie de ISO para el lenguaje hablado y
desde allí, motivado necesariamente por el poder y la violencia que de este emana, declarar por primera vez lo
verdadero, lo único, lo esencial de la comunicación.
El placer de la palabra quedaría
atropellado por el hacer normado, cuestión que ya es parte de una lucha
constante que tiene el lenguaje con el poder, pero que ahora vería su ‘golpe de
gracia’ en expresiones supuestamente libres como el debate, ese que intenta
impactar en lo social bebiendo de la ambrosía académica en sus formas más pretéritas.
Hablemos como personas. Los giros
estilísticos profesionales son solo para llenar formularios y alinear procesos
en ciertos ejercicios laborales. Puestos en escena son un espectáculo de fuegos artificiales
solo para mentes sujetas a la verecundia y se convierten en legítimos para
otros –iguales- que operen dentro de la misma norma internacional.
Allá afuera hay personas, no jueces, no
funcionarios.