Dentro del oficio de enseñar surgen serias dudas, dado el
contexto en que nos encontramos de escasa revisión de los planes y objetivos
educativos, respecto de la posibilidad de cambio de paradigma en relación al
trato con el otro, con el periférico –como diría Dussel- con el invisible o en
el peor de los casos, la víctima. Este enorme grupo de personas a las cuales se
les ha atropellado sistemáticamente sus derechos –en tanto los tuvieron alguna
vez- , hoy ha sido visibilizado, en parte, por el acceso cada vez más simple
–no siempre democrático- a la información, no obstante, surgen contradicciones
peligrosas ya que los mismos medios que le dan espacio a los grupos
desplazados, son los que amplifican una posverdad
llena de odio que infunde rechazo por ignorancia.
Sí, allí los educadores tenemos un rol fundamental, una
obligación perentoria. Es insostenible pensar que un connacional niegue el
mestizaje apoyado en la condición de ‘chileno’, debido a ciertas prácticas
históricas de exclusión que hacen de la presencia de grupos afrodescendientes
en nuestro país algo invisible en los libros de historia –no se enseña acerca
de su presencia fundamental en Arica y el Valle de Azapa, por ejemplo- y que potencia los gestos de folclor como una
fiesta de disfraces y memorización de nombres y escenarios sin sentido de
pertenencia alguno. Ocultando incluso el idioma y latinizando la mayor cantidad
de expresiones (Lautaro ni siquiera suena mejor que Leftraru). Este fenómeno multicultural no fue capaz de amalgamar a
la sociedad y terminó por poner a resguardo al otro, pero fuera y muy distantes
de nuestro acontecer.
Los mapuches están lejos, en un no lugar, aparecen como
espectros en periodos específicos de regocijo patrio y también en situaciones
violentas re-producidas por los medios de comunicación, situación que
condiciona la opinión pública desde el temor a su realización como verdaderas
personas. Convivir con el otro afianza la interculturalidad, no se trata de un
arcoíris donde están todos los colores ya que sigue siendo una forma
dictaminada desde un poder distante, sino una sola luz que necesita de cada uno
de los elementos del espectro cromático. Según como se viene trabajando en
educación, en la diferenciación forzosa de lo chileno y lo no chileno, surge el
germen del racismo en su máxima expresión, miedo al otro, miedo a la
diversidad, miedo a conocer un espacio descentralizado, un espacio que la
colonización europea escondió a fuego y escarmiento por cientos de años. Sumemos
a este enorme sinsentido los migrantes no europeos –ya que los del viejo
continente, bajo los ojos de la ignorancia, son per se aportes a toda manifestación de mejora racial- bajo las
etiquetas de pobreza, criminalidad y conflictos. Nuevamente revivimos el temor
a la diferencia, de color, de sonidos, de aromas y rituales. En una sociedad
donde apenas se reconoce lo propio, considerar lo ajeno –si así lo fuere- es
casi un imposible.
Luego la política y la ley debieran hacer lo suyo. Siendo el
derecho internacional, que protege de las distinciones odiosas de raza, de
carácter no vinculante, ya que los Estados no están obligados a suscribir en su
totalidad si no admiten convenios o tratados específicos, la posibilidad de
implementar políticas públicas que permitan dar cobertura de derechos legítimos
a los desplazados y la escasa capacidad del estado de hacerse cargo de su
fiscalización, no proporcionan el mejor de los escenarios. Los políticos, como
productos de una comunidad a la cual se le restó la participación cívica, no
tienen mayor obligación que con los mandantes que suscriben monetariamente a
sus campañas. Sin una población empoderada que pueda elegir a los mejores
representantes, cualquier gesto que deba propender a la equidad y el compromiso
social, sucumbe ante la pretensión de grandes empresas que, así como se hizo en
el pasado, miden el éxito desde la producción global, situación que está muy
lejos de representar a una infinidad de pueblos que se relacionan de forma
íntima y menos cuantitativa con sus territorios.
Otra vez la globalización ofrece contradicciones
interesantes de analizar, por una parte y gracias a la migración numerosa,
Chile ha crecido exponencialmente en manos de inmigrantes en ‘negro’ que sin
seguridad social de ningún tipo, levantan edificios y pavimentan carreteras a
velocidades increíbles, reduciendo los costos de producción al máximo debido a
su condición haciendo que la rentabilidad sea onerosa para la organización. No
obstante y con una presencia más que significativa en el desarrollo, siguen
siendo considerados parias, se recela de su situación y de su tránsito por la
ciudad, porque ahí deja de ser invisible. Cuando quiere obtener los beneficios
de la ciudad, esta le da la espalda. Cuando quiere sanarse de las
complicaciones derivadas del esfuerzo de su trabajo, le negamos los hospitales.
Cuando quiere vivir como un ser humano, muchas veces, lo proyectamos como un
ser sin alma. Así como en la colonia, son meros bienes inmuebles que venden su
fuerza de trabajo y que son relevados por otros, igual de invisibles, cuando el
cansancio o la necesidad lo requieren. No puede ser posible que la oferta de
los candidatos sea “que se puedan atender de urgencia” definitivamente el
cambio hegemónico –como lo menciona Gramsci- debe ser desde la construcción de
otra realidad tanto o más significativa que, en este caso, piense en las personas antes que en las
instituciones. Para eso los educadores, las personas conscientes, la
organización de las comunidades indígenas, en los Consejos de Pueblos y las
organizaciones de apoyo al migrante (Como el servicio jesuita migrante, por
ejemplo) tienen una participación trascendental en la creación de un nuevo
relato que deberá permear hacia los niños y jóvenes que en procesos educativos
de calidad puedan eliminar, con saber y voluntad, el miedo impuesto de forma
instruccional en todos los programas institucionales. Será solo en ese momento
cuando desde abajo, desde cero, podamos mirarnos a la cara y reconocernos como
iguales.
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